El hermoso, hermosísimo, Matías era un adonis castaño, alto y flaco que me sacaba el sueño y me obligaba a inventar excusas ridículas para ir a contra turno al colegio porque él iba a la mañana.
Me la pasaba en la biblioteca haciendo imaginarios trabajos prácticos solo para verlo en los recreos y que me diga “hola”, porque a eso se limitaba nuestra comunicación.
En la Semana de la Dulzura de ese año, junté coraje y le compré un bon o bon con la esperanza de sacarle un inocente besito. Si ahora soy medio tarada imagínense cuando tenía 15.
Así, con mi bomboncito en el bolsillo del blazer estuve desde el 1º al 6 de julio, queriendo pero no pudiendo.
Y al séptimo día, cuando finalmente iba a encarar al bonito Matías, metí la mano en el bolsillo, saque el bon o bon y me di cuenta que estaba todo derretido y arrugado.
Me dio vergüenza que mi ofrenda amorosa estuviera en esas condiciones y me la comí, después de todo el chocolate es un gran antidepresivo.